Xavier Pueyo
Julio ha vuelto a nacer. Esa es su sensación permanente desde hace unos días. Recuerda como decidió hacerse oficial de la marina mercante, después de la Guerra Civil, porque descubrió que lo que en realidad le gustaba era mandar. Era un mandón nato, mandaba a sus hermanos, a sus primos, a sus compañeros de colegio. Y los demás le obedecían. Por el contrario, se había dado cuenta que detestaba del todo que le mandasen a él, estar bajo la jerarquía de nadie, tener que obedecer las órdenes de otro. Y también que el único que realmente mandaba sin tener por encima más que a Dios mismo, era el capitán de barco. Así que se esforzó y consiguió el ansiado título de capitán de la marina mercante estudiando primero en la Escuela Náutica y luego pasando por todos los grados del escalafón, subiendo poco a poco por la escalera que le llevaba hasta su objetivo. Nunca puso zancadillas ni codos, y todo lo ganó en buena lid. Lo hizo pudiéndose mirar al espejo con satisfacción porque tenía que vivir consigo mismo a todas horas, y quería poder mirarse a la cara sin tener que bajar la vista. Ahora no le pesa la soledad del mando, pese a que, en efecto, este es un lugar solitario. Había hecho amigos, había compartido momentos difíciles con muchos hombres, de muchos de los cuales ni siquiera conocía el nombre. En un barco, las distancias entre el capitán y el marinero son semejantes a las que existen entre un potentado de Pedralbes y un chabolista del Somorrostro, pese a ser un espacio mucho más reducido. Los capitanes rara vez conocían a todos los hombres bajo su mando, aunque, de todas maneras, todos formaban parte de aquel grupo que navegaba en un pequeño universo durante semanas sin ver tierra, y del que él era el rey. Da vueltas y más vueltas a la revisión de todas las decisiones que le han traído hasta aquí. Los destinos que había pedido, las vacaciones, el noviazgo y el matrimonio con Lola, su opción inequívoca por la honradez, sus ganas de vivir… Y también a las triquiñuelas del destino, que le había abierto unas puertas y cerrado otras, que le había mostrado unos caminos y no otros: aquel buque del que no le concedieron el mando, el naufragio con el capitán Peral frente a Santarem, el brazo roto que impidió asumir aquel relevo que le hubiese promocionado. Y ha llegado al día de hoy de manera distinta a como él hubiese escogido, desviado de sus planes de futuro por pequeñas y aparentemente intranscendentes carambolas sobre el verde tapiz de la vida. Y, en este momento, siente a la vez una alegre euforia por estar vivo, al tiempo que una triste pesadumbre por aquellos que ha perdido. Y se promete a sí mismo vivir el presente, antes que soñar el futuro o quedarse colgado de las historias del pasado. Esta vida recién estrenada ha de ser una vida de presentes. Para enfrentarse al mar, la presencia y la atención son necesarias en cada momento, porque aquel puede ser muy brusco en sus arrebatos. En él, siempre se navega con la muerte pegadita a la espalda. Vivir cada presente con intensidad se le antoja ahora la única opción posible.
El océano semeja un paisaje montañoso en permanente cambio. Sin apenas ruido, la enorme agitación de la superficie líquida, con enormes valles entre elevadas montañas de hasta diez metros de altura, hubiesen producido en el observador un enorme vértigo y, quizás, un miedo insoslayable. La oscura masa sólo se rompe en las crestas de las olas cuando la violencia del viento las hace blanquear en breves rompientes de espuma. No obstante, nada de esto puede apreciarse en la oscuridad de una noche sin luna. En la negrura más absoluta, sólo los chapoteos de esas crestas rompen el silencio. Y, sin embargo, poco antes, este panorama se había visto alterado por la presencia de un navío, distinguible entre la oscuridad por sus luces de posición, antes de desaparecer entre el oleaje.
Son las cuatro de la madrugada. Se inicia un nuevo turno de guardia en el puente de mando del Halcón Peregrino. El tercer oficial debería entrar ahora en la austera sala de gobierno del buque para relevar al segundo, pero ya hace un rato que ambos están allí, con el capitán, agarrados al pasamanos que recorre la sala por la proa, bajo los ventanales. El balanceo es enorme, porque la nave tiende a atravesarse al oleaje al tener las máquinas paradas, mientras en sala de calderas el calderetero y el jefe de máquinas se esfuerzan para repararlas, en la enésima e inoportuna avería de esta desgraciada travesía. En el puente, un poco por detrás de los oficiales que observan por los ventanales el amedrentador panorama de caos, el timonel se esfuerza, a golpe de timón, en disminuir la deriva, tarea inútil con la mar arbolada que viene de popa y que, con el buque atravesándose, entra por la aleta de estribor. El resto de la tripulación está en sus camarotes, sin poder conciliar el sueño, pero intentando descansar un poco antes del nuevo día, que a este paso va a ser muy duro. Ya llevan dos jornadas bajo los chubascos, con un enorme vendaval y un tremendo oleaje del que no han podido escapar y que hace emitir siniestros crujidos al viejo casco. Los hombres del puente tienen la sensación que, si no se pone pronto en marcha la hélice, el brusco bamboleo del barco puede hacer que el grano que transportan en las bodegas se desplace, rompiendo las mamparas y haciendo que la escora sea irrecuperable. El oleaje barre las cubiertas de estribor a babor con enormes masas de agua, la oscuridad es absoluta, el rugido del viento al chocar con la arboladura y las cubiertas superiores compite con el choque de la masa de agua contra el casco. En la parte superior de los palos y a ambos lados del puente, el movimiento de las luces de posición delata el enorme balanceo del buque. Sólo ellas rasgan la oscuridad con su débil resplandor. De repente, la inclinación se hace más brusca, y las pequeñas luces se desplazan súbitamente y desaparecen en las aguas negras. El silbido del viento se desvanece. Con un crujido, el navío desaparece bajo las aguas. Y, con él, toda la tripulación. El Atlántico se lo ha tragado, sin dejar rastro.
En el puerto de Boston, separándose ya del East Side of Pier no. 4, el Halcón Peregrino inicia la maniobra de salida. Ayudado por los remolcadores y dirigido desde el puente por el práctico embarcado, se prepara para iniciar la travesía hacia el puerto de El Ferrol con nueve mil toneladas de maíz, suministrado por la Boston Grain & Flour Exchange Inc., cargado durante cuatro días de polvo y ruido. Los estibadores habían compartimentado las cinco bodegas y sus entrepuentes con las estructuras de puntales de acero y entablonada de madera, que deberían poder resistir los empujes laterales del grano si el océano se ponía tempestuoso. Sin embargo, Andrés López, el primer oficial, se había inquietado con el montaje de una única divisoria en la bodega y, aún más, ante la respuesta prepotente de los americanos cuando cuestionó su suficiencia estructural. Tuvo que arrugarse ante ellos, pero no se había quedado tranquilo.
No le gustaba el transporte a granel, y menos de cereal. Tornaba el buque más inestable, sobre todo si se producían vías de agua, muy difíciles de localizar y reparar. Además, como el proceso de carga era muy rápido, no dejaba tiempo para desembarcar y bajar a la ciudad, visitar alguno de sus bares con música de jazz en vivo y comprar recuerdos y algún material para ganarse unas pesetas con su venta en España. Pese a todo, él había podido adquirir unas cuantas estilográficas Parker, fáciles de escamotear a los carabineros, y unos pocos discos de Nat King Cole, Ella Fitzgerald y Billie Holiday, para su disfrute personal. Estaba soltero, y ello le permitía ciertas libertades. No era cierto aquello de “los marinos, una mujer en cada puerto”. En su caso, nunca había una mujer esperando. Pero siempre la encontraba después de lanzarse a la aventura y a la conquista, con la premura del tiempo limitado, que era a la vez un aliciente y un seguro contra el compromiso. El no podía ni quería comprometerse. Era un marino mercante, hoy aquí, mañana quién sabe. Estaba impaciente por iniciar el viaje de regreso, porque parecía que estaban en la pausa entre dos potentes borrascas y, si las máquinas no daban la guerra que había dado a la ida, quizás podrían mantenerse en ese intervalo y tener una travesía sin sobresaltos. Cuando los remolcadores habían cesado en su tarea y el práctico ya se despedía, el capitán sacó una botella de vino de Jerez y, los tres juntos, hicieron un brindis por un buen viaje. La había reservado para la ocasión: era la última travesía antes de su jubilación. Vieron alejarse la barca del práctico y emprendieron rumbo al Este a ocho nudos de velocidad.
El capitán David Arístegui está harto de temporal y de este Halcón Peregrino que más parece un palomo viejo. Aún faltan diez días para llegar al puerto de Boston y no han cesado los temporales con mar gruesa y chubascos desde su salida de El Ferrol. Afortunadamente, van en lastre, pero no va a ser una buena travesía si a la vuelta, con el buque en carga, el tiempo no mejora. Empieza a lamentar haber solicitado este mando en su último relevo. Había sido un impulso romántico del que ahora se arrepentía. Su mujer, Consuelo, le había pedido que escogiese otro destino más tranquilo, un barco que hiciese el Mediterráneo o singladuras entre puertos de la península. Ya no necesitaba hacer méritos y ella había sufrido mucho con las travesías trasatlánticas, con los retrasos, las borrascas, los peligros que el océano en invierno comportaba para cualquier navío que se adentrase sus caminos sin camino, enfrentando las bestias de los abismos que no eran otras que las inmensas olas y las averías imprevistas. Pero el romanticismo le impulsó a desear atravesar el Atlántico por última vez, como un homenaje a su primera travesía, hacía ya más de veinte años. En aquella el tiempo fue plácido, y él quedó para siempre seducido por los horizontes infinitos, el ruido regular de las máquinas, los cielos nocturnos plagados de estrellas. Y ahora añora la tranquilidad de su casa en San Sebastián, los paseos por La Concha, las partidas de dominó en el casino, la risa de sus nietos. Se da cuenta que este viaje es un postre indigesto para su carrera, y lamenta tener que comérselo. Pero ya lo había pedido, estaba a la mitad, y tendría que apurarlo hasta el final lo mejor que pudiese. También le había seducido hacer la travesía en el Halcón Peregrino. Le gusta la comodidad del buque, con sus salones amueblados más propios de un buque de pasaje que de un carguero. Los camarotes son amplios y confortables, y el camarote y despacho del capitán están en una cubierta exclusiva, entre la que ocupan los del resto de los oficiales y las salas comunes, debajo, y la ocupada por el puente de mando, encima. Los muebles son de una madera rojiza, con tapicerías de un ocre dorado. Los detalles de cerrajería de latón, que procura que estén pulcramente limpios, le dan una sensación añeja, muy placentera. Sin embargo, el mercante ya no esta para navegaciones transatlánticas. El casco tiene una propensión a sufrir vías de agua con mar gruesa, que hay que taponar desde el interior, cosa complicada con el buque en carga. Además, los tubos que pasan por el interior de las calderas para convertir el agua en el vapor que acciona las turbinas, se perforan cada vez más a menudo. Estas roturas obligan a apagar las calderas, enfriarlas, entrar en su interior para soldar los tubos rotos y volver a ponerlas en marcha, dejando el barco sin máquina y sin gobierno durante el tiempo considerable que dura la reparación. En una tormenta oceánica, esto es muy peligroso. Realmente, el Halcón está viejo, tanto como él. A ambos les ha llegado la edad de la retirada. Para él, éste será el último viaje, y parece que el invierno atlántico quiere amargárselo con un tiempo endemoniado.
Acababa de hablar por radioteléfono con Julio Aguirre, el capitán del Bellaguarda, un moderno carguero de la misma compañía que volvía de Boston con carga de carbón. David sabía que a Aguirre le gustaba el Halcón Peregrino, como a él mismo. Los nuevos mercantes de la compañía eran mucho más marineros, se comportaban mejor tanto en lastre como en carga. Pero el encanto de los alojamientos del Halcón ya no existía, y los buques modernos eran más funcionales y sencillos. Quizás por ello le comentó a Julio los problemas que estaban teniendo con las máquinas, para que fuese consciente que no era oro todo lo que relucía. Acabaron la conversación deseándose buena singladura, y se separaron sin saber que nunca más volverían a tener contacto.
Julio Aguirre está a punto de emprender su última travesía al puerto de Boston a bordo del Bellaguarda. Después de ello, tendría su correspondiente permiso y, cuando se reincorporase, lo haría en un nuevo destino, como es habitual. Y, puestos a hacer, piensa pedir el mando del Halcón Peregrino. De hecho, este relevo ya quería haberlo realizado en ese buque, pero su petición había quedado por detrás del veterano Arístegui, que estaba a punto de jubilarse, y a él le habían asignado el Bellaguarda. Aún cuando es más moderno y mejor que el Halcón, éste tiene solera y comodidad, pese a que ya le consta que le falta poco para el desguace. Tiene muy buenos recuerdos en ese buque, que había podido capitanear en varias ocasiones, y con algunos de sus tripulantes, y quiere despedirse de todo ello antes que lo retiren al astillero. Los oficiales rotan por los barcos de la compañía con cada relevo, y es difícil coincidir con miembros de tripulaciones de mandos anteriores. Julio sabe que algunos antiguos compañeros y amigos aún están en el Halcón Peregrino y ello constitye otra buena razón para desear su mando.
Poco sabe Julio que ese próximo relevo nunca se va a producir como él planea y que, en aquellos vericuetos de la vida, el destino le había desviado de un camino que le hubiese llevado a la muerte. Julio aún no sabe que ha vuelto a nacer.
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