Xavier Pueyo
En la ladera del cerro, entre retamas, espinos y olivos, Emeterio espera. Sabe que los demás hombres del pueblo están cerca, los oye, los siente. El chaquetón de lana basta no es capaz de contener el frío de la mañana escarchada que apenas apunta a su espalda. La boina calada, los bolsillos llenos con todos los cartuchos que ha podido traer, que no son muchos, los dedos agarrotados sujetando la escopeta, espera. Es una espera tensa, una espera turbia. Ya no tiene la ilusión de pillar a los fascistas por sorpresa, como la primera vez. Esta vez, los falangistas vendrán preparados, y no se dejarán amilanar tan fácilmente. Confía en que, como son una panda de gallinas, de niños bien metidos a pistoleros, todavía podrán con ellos. Sin embargo, no ciegamente, porque quizá hoy haya entre ellos auténticos malhechores e individuos que han visto en esta guerra la manera de hacerse ricos y poderosos, o de vengarse de sus paisanos por afrentas reales o imaginadas. Los odios ancestrales, de generaciones, surgen en esta sucia contienda entre hermanos como si las ofensas fuesen del día anterior.
El sol aún no despunta detrás del Saso, cuando algo se mueve por la carretera, recta como un tiro hasta Alburriente, y que solo se retuerce para remontar la meseta margosa en la que se encuentran, al otro lado de la cual está el pueblo que ellos pretenden defender. A ambos lados de la cinta polvorienta se extiende una tierra ocre, calcinada por el sol abrasador de los Monegros y arrasada por el cierzo, en el que apenas crece alguna viña u olivar, y donde predominan los yermos y secarrales para pasto de ovejas y cabras.
Poco a poco, se vislumbra el objeto, y aún más se escucha, con un estruendo cacofónico y ronco que va creciendo en volumen desde el rumor lejano inicial. Un coche blindado avanza sobre el pavimento blancuzco y, agazapada tras él, corre una veintena de individuos. A medida que va clareando el día se pueden ver los fusiles que se erizan tras el engendro, que avanza a paso de hombre.
Emeterio se da cuenta de que esta vez va a ser difícil, mucho más difícil. Porque el armatoste de acero brinda protección a los falangistillos que van detrás y no va a haber manera de pararlo con escopetas de caza, y ellos, en cambio, pueden disparar sus fusiles a cubierto.
Y todo por el tontaina del Merchán, el hijo del coronel retirado, que se cree que en el pueblo todos están deseando cortarles el cuello a sus padres y desvalijar su casa. Ese no entiende este pueblo, en el que hay demasiada complicidad, en lo bueno y en lo malo, para andar fastidiando al vecino, aunque sea un fascista. Pero el criajo ese ha estado mucho tiempo fuera, y tiene sus propios rencores, sus propios odios. Y también su propia ambición, su necesidad de méritos, para llegar a capitán, a coronel, como su padre.
Emeterio sabe que esta vez no va a funcionar la defensa. Cuando se ponen a tiro, empieza el fuego graneado desde las matas, los roquedales, las zanjas, pero todo rebota en el armatoste metálico o pasa lejos, desviado por la mala puntería de los cazadores metidos a soldado.
Y enseguida se da cuenta que todo está perdido. Uno tras otro los hombres se van escurriendo hacia el este y toman el camino de Larribera, de donde tiene que venir el destacamento de guardias civiles armados con fusiles de guerra. Poco a poco, de matojo en matojo, se retiran y salen del campo de visión de la carretera. Y echan a correr, porque saben que si les cogen no verán el anochecer.
Y, poco a poco, la calma se va adueñando del erial, sólo turbada por los ruidos agónicos del vehículo acorazado y por los gritos de jaleo de los falangistas, con sus fusiles, sus correales, sus camisas azules y el brillo de sus botas oculto por el polvo de la carretera. Ya están llegando a Labalsa, su destino, y en el pueblo todos corren a sus casas para no estar en un mal lugar en el momento en que aparezcan.
Escuchas el silencio, que empieza a quebrarse con un rumor sordo y ronco que llega desde el otro lado del collado por el que pasa la carretera. Y sabes que tu padre, ahora, huye, y que los fascistas, como él les llama, están al caer. Y te pones a correr con tus piernas de ocho años calzadas con alpargatas y con las rodillas llenas de costras y chorretones. Y tus amigos también, dispersándoos en direcciones diferentes como una bandada de palomas. Y corres calle abajo, como si en ello te fuera la vida, que quizás sí. Entras como una exhalación en la vieja y oscura casa de muros de adobe blanqueado, donde tu madre espera de pie, con el rostro tenso por la angustia y tus hermanos pequeños arremolinados en torno a sus sayas parduzcas. Y te lanzas apresurado a abrir el arcón de madera, rebuscas en su interior hasta encontrar las dos cajas de cartuchos allí guardadas y, sin pararte a pensar, vuelves a correr hacia el callejón de atrás de la casa, pasando por el corral y la puerta falsa, con el corazón saltándote en tu pecho de niño. Y llegas a la carrera hasta las cuadras que hay cinco casas más abajo, te detienes ante ellas y, siguiendo las instrucciones de tu padre, arrojas las cajas al tejado, primero una y después la otra, cerciorándote que permanecen en aquel lugar inaccesible. Y aún regresas corriendo a casa, donde, al llegar, cruzas una mirada de inteligencia con tu madre, mientras que en el exterior empiezan a resonar las voces ásperas y los culatazos sobre las puertas. Y te agarras de su mano callosa de campesina pobre, esperando. De un golpe, la puerta de la calle se abre, y en el umbral se recorta una figura oscura y vociferante, con el fusil terciado, contra la luz de la mañana. Y, al grito “Fuera, fuera todos, rojos de mierda”, sales con tus hermanos, arracimados en torno a tu madre, y apareces en medio de una pequeña multitud de ancianos, mujeres y niños en la calle polvorienta, empujada con rudeza por unos individuos con camisas azules, fusiles y pistolas. Sabes que los pocos hombres que ayer estaban en el pueblo, demasiado mayores para ir al frente de batalla, pero también demasiado jóvenes para quedarse hoy en el pueblo, deben estar camino de Larribera de Alcanadre, y que tu padre está entre ellos. Aún así, procuras dejar de pensar en esto y caminas, cuidando que ninguno de los pequeños se despiste en el grupo de gente y así continuar juntos, donde quiera que sea que os conducen. Y llegas a la plaza, donde encuentras el resto de los vecinos, que va llegando en grupos conducidos por otros bruscos falangistas. En medio está, negro y polvoriento, el coche acorazado, un viejo Ford forrado con cuatro planchas de acero y, a su lado, un personaje delgado y un poco raquítico a tus ojos. Sin embargo, por la manera de poner las manos, colgando del correaje, y por su mirada a la vez altanera i rapaz, deduces que es el jefe. Observas la casaca caqui, la camisa azul oscuro, la gorra de plato y, sobre todo, la pistola que lleva en la mano, una negra amenaza de muerte. Y te quedas allí quieto y atento a todo aquello, que antes nunca habías visto, sin saber como continuará, observándolo todo con tu mirada de niño.
El teniente Fermín Merchán paladeaba su triunfo agridulce. Había conseguido entrar en el pueblo a la segunda, después del humillante revolcón de días atrás, cuando intentaron llegar por primera vez y hubieron de retirarse con varios heridos. Tuvo que dar muchas explicaciones a sus superiores y pedir refuerzos y mentir para conseguir el vehículo blindado, sin confesar que los que le habían rechazado eran una pandilla de campesinos armados con escopetas de caza.
Contemplaba ahora aquella chusma de viejos, mujeres y niños con el desprecio del que ha tenido que compartir su infancia con esas ropas gastadas, esas rodillas peladas, esos rostros oscuros y resecos de campesinos pobres en un pueblo pobre en una comarca pobre. Todo aquello que rechazaba como una tara, como un pecado primigenio. Evidentemente, los hombres que le habían disparado no estaban allí, suponía que ya iban de camino a Larribera de Alcanadre para reunirse con el destacamento de guardias civiles bien armados que debían estar viniendo hacia Labalsa. De manera que tampoco podía perder el tiempo, y aunque de buena gana exterminaría a esa chusma exangüe de paletos, con su olor a sudor rancio i a gachas pasadas, desde los más viejos hasta a los niños de pecho, tampoco tenía tiempo ni autorización. La operación era sólo para rescatar a sus padres de las hordas rojas, el más noble de los anhelos, la demostración de su amor filial. Sin embargo, ahora sentía los ojos del coronel Romualdo Merchán clavados en la nuca, recriminación, ahora muda, de ese acto heroico.
Miró luego a sus padres, que estaban allí con el reproche pintado en el rostro, y sintió que nunca podría tener su aprobación, su reconocimiento, que nunca podría superar al fantasma de su hermano mayor, muerto de tifus a los quince años, aquel brillante adversario con el que se había visto obligado a competir a través de la muerte. Y confirmó aquella nueva derrota en los ojos de sus padres, en la recriminación de que su hermano nunca habría actuado así, nunca les habría dejado en evidencia delante de todos sus vecinos, con los que convivían todos los días, pese a las diferencias políticas, de las que nunca trataban. Se sentía profundamente herido en su orgullo, y el odio que profesaba hacia todos aquellos agricultores cobardes, aferrados a sus terrones de tierra estéril como las sanguijuelas a la piel, se hacía tan vivo que casi le dolía.
Fue en aquel momento cuando le trajeron aquellos cuatro hombres, que habían encontrado escondidos en las golfas de una casa. Ellos declaraban que eran una cuadrilla de temporeros, pero Fermín, con una cruel frialdad, les acusó de haberles disparado desde el Saso y de ser unos agitadores comunistas, sin conmoverse lo más mínimo por sus manifestaciones de inocencia. Y, justo antes de que diera la orden de fusilarles, aparecieron otros dos de sus subalternos arrastrando a un joven con el rostro bañado en la sangre que brotaba de su ceja izquierda, partida de un culatazo, y las manos atadas a la espalda. Sollozaba y balbuceaba palabras de clemencia y de inocencia, mientras de la multitud surgía el grito de “mi hijo, es mi hijo, no ha hecho nada, no le hagáis daño”. Le habían pillado cuando intentaba huir del pueblo armado con una pistola, y Fermín Merchán supo al instante que su venganza iba a ser colmada cuando reconoció en aquel personaje sanguinolento a Jesús Ibarz, uno de los que tanto le habían humillado cuando era pequeño. Pese a que tenía dos años menos que Fermín, en más de una ocasión había puesto en ridículo al hijo del coronel, provocándole hasta la pelea y ganándole luego siempre, entre la aclamación de sus amigos. Y decidió que él iba a pagar por todos. Ordenó ponerles a los cinco contra la única tapia que había en la plaza, a patadas y culatazos, designó a diez de entre su tropa para el pelotón de fusilamiento y, completada la liturgia, sin siquiera el previo y protocolario acto de la absolución del cura, que tampoco había, ordenó sin vacilar y con voz bien alta y clara la voz de “fuego “. Sin inmutarse, con una sonrisa en los labios, observó caer los cinco cuerpos como guiñapos, mientras la tierra blanquecina se ennegrecía con su sangre y el aullido de la madre de Jesús Ibarz rompía el repentino silencio que había sucedido al retumbar de los fusiles. Como un coro, el llanto de algunos de los niños más pequeños se sumó a aquel alarido, y el teniente paseó su mirada desdeñosa sobre la multitud allí reunida. Y supo que aquella revancha había sido estéril, porque su odio y su desprecio apenas habían menguado.
A grandes voces, ordenó disponer el automóvil de su familia tras el vehículo acorazado, hizo subir a sus padres, que le contemplaban con el rostro lleno de reproche y amargura, llorosos los ojos de su madre, y dispuso a sus huestes en orden de marcha. Y, tras dar las preceptivos y altaneros gritos de “viva Franco, viva José Antonio, arriba la Falange, arriba España”, la comitiva empezó a ascender por la calle que les llevaba a la carretera de Alburriente, con los ruidos cacofónicos de las máquinas mezclándose con los pasos rítmicos de los falangistas, que empezaron a cantar el “Cara al sol”.
Nadie se movió en la plaza. En todos los ojos se leía la misma sensación de impotencia y de rabia, y sólo el llanto de una madre, abrazada ahora al cuerpo inerte de su hijo, y el de algunos chiquillos asustados, rompía el silencio.
Más tarde, demasiado tarde, llegaría el destacamento de la Guardia Civil y, con él, los hombres que habían intentado, sin éxito, parar el disparate. Y enterrarían a los muertos. Y nunca, nunca olvidarían aquel día de venganza.