Cuento de Navidad


            


Desde la ventana se podía apreciar como los árboles de hoja caduca, estaban ya completamente desnudos. En la calle helaba. Un viento fino y cortante se filtraba por las estrías i poros invisibles de las paredes, pero su silbido era perfectamente audible. Este desagradable ruido generaba en los cuerpos miedo y más frío.
Aquel niño de pocos años, con tos procedente de los constantes resfriados, no sabía lo que le esperaba. Solo se daba perfecta cuenta que aquella Navidad, no se parecería a las pocas que recordaba. Tendría menos  colorido, menos turrón, y mucha más tristeza, y quizás la inoportuna fiebre que padecía a menudo, en los últimos inviernos.
Desde que su padre había perdido su trabajo en el taller de gravados antiguos, las cosas fueron de mal en peor. Su madre, además, había dejado de trabajar para cuidar de él y de su tos.
Con siete años hay cosas que es imposible entender y él no podía imaginar, ni sabría por el momento qué pasó y por qué su armario ropero y sus escasos juguetes se encontraban en plena calle al aire libre. No comprendía como estaban fuera de la casa, cuando su madre, precisamente, siempre le prohibía salir a la calle a jugar. Los miraba una y otra vez. Eran viejos igual que los muebles, sí, pero a él le seguían gustando aunque estuvieran rotos y ajados. Tampoco lograba adivinar porque no podría dormir en su cama aquella noche. Nunca hasta entonces, había oído la fatídica y malsonante palabra: Deshaucio. Sería algo muy malo y muy de temer,  pensaba para sus adentros. ¿Cómo les había podido pasar a ellos una cosa semejante?, se preguntaba cien veces. Volvía a mirar los muebles tirados y pensaba que era un lastima. A él le seguían pareciendo bonitos. La caja donde su madre guardaba los adornos de Navidad, todos esparcidos entre los pocos enseres, eran una señal inequívoca de que en los próximos días nada se podría celebrar. Ni tan solo pasarían los Reyes, pues era obvio que si se marchaban nadie les diría su paradero, que ni ellos mismo sabían.
Su madre cabizbaja y apenada, tenia el pensamiento en otras cosas. Miraba de soslayo a su marido, que permanecía sentado en la acera con las manos en la cara para que no se vieran las lágrimas que asomaban en abundancia hasta que un pañuelo que sujetaba a la altura de la nariz, no las dejaba pasar libremente. El niño iba y venía con sus vecinas que le daban leche caliente con Cola-Cao. Se habían acercado al lugar otras gentes de los bloques vecinos para darles apoyo. Algunos con pancartas paseaban por delante de las fuerzas del orden. No estaban solos ante la injusticia.
Fue cayendo la noche y todos los amigos, los que protestaban y los curiosos, uno a uno entre palabras amables y buenos deseos, fueron despareciendo. También los guardias. Y allí envueltos entre un montón de mantas,  quedaron solos y desamparados.
 Fue cuando ocurrió. Paró un coche patrulla del Ayuntamiento y les invitó a entrar  en el vehículo, sin  llevarse nada de lo que estaba tirado. Después de atravesar algunas calles, sin preguntar ni protestar, el coche se detuvo delante de  un edificio de un barrio nuevo que ellos no conocían.  Como corderillos que llevan al matadero, siguieron a los guardias, mansamente. Entraron en un portal. El que iba por delante se  detuvo ante una puerta del tercer piso. Sacó unas llaves muy relucientes y les dijo, como el que recita un verso, al entregarles un sobre que había dentro de la carpeta negra que traía consigo:  Familia tengo el deber de hacerles entrega de este piso en nombre de un benefactor de la ciudad que se ha querido permanecer en el anonimato. Aquí esta todo a punto para recibirles. Este es su nuevo hogar. Les hizo entrega de aquel documento que era el título de propiedad de la vivienda. Dicho esto, salieron los dos compañeros, subieron al ascensor, que no se había movido del rellano y se pedieron en la noche.
Marido y mujer cogieron, los papeles mientras veían alejarse en dirección descendente a los dos guardias. No supieron reaccionar. Ni pensar. Estaban tan sorprendidos que no acertaron a preguntar, ni el como ni el porqué. Daban vueltas por la casa como unos posesos, riendo y gritando  con cada cosa nueva que descubrían. Porque para nada podían llegar a imaginar una solución tan maravillosa. Al día siguiente a primera hora irían al Ayuntamiento a hablar con el alcalde para agradecerle tan enorme favor y ponerse a su disposición para lo que gustara.
El conserje de la casa Consistorial les dijo que no llegaba al despacho de la alcaldía antes de las once. Esperarían a que llegara y, como no lo conocían, le dijeron al conserje que les avisara..
El hombre así lo hizo, y ellos henchidos de un amor y de un agradecimiento sin límites, corrieron hacia su persona, dándoles las gracias por su supuesta autoría o intervención en el asunto. La mirada de extrañeza del hombre, enseguida les hizo entender que el Ayuntamiento no tenia nada que ver con el hecho. Se dirigieron a la parroquia, seguro que el párroco sabría algo del asunto. Pero, al explicarle lo ocurrido, el buen hombre puso una mirada  de perplejidad que no pudo disimular. Él mismo dijo que les acompañaría al centro  de Caritas que les pillaba cerca. Lo mas seguro, pensaba, seria obra suya.
El niño, no paraba de toser y pedía ir a su casa donde sus nuevos juguetes le estaban esperando. y se puso a lloriquear y a ponerse nervioso, agarrado a las faldas de su madre.
Ésta empezaba a creer en lo increíble, y el padre andaba rápido porque quería salir de dudas. y esclarecer lo ocurrido. Efectivamente el Centro de distribución de Caritas y las oficinas estaban a dos pasos. Entraron los cuatro.  Una mujer de mediana edad les atendió muy amablemente. Se dirigió primero al cura pensando que se trataba de un caso muy urgente, al ir él en persona.
El párroco fue el primero que habló, y dio por supuesto que serian ellos responsables de tan excepcional regalo. Cuando la directora del centro  les contestó que en  Caritas no disponían de un solo euro y mucho menos para hacer una donación de tamaña envergadura, se miraron el uno al otro, sin saber que decir ni que pensar. Volvieron cada uno a su casa y decidieron mirar bien los papeles que les entregaron, para encontrar allí una explicación convincente. Pero todo cuadraba a la perfección. No había duda, toda su afiliación estaba correcta, y el título de la propiedad, estaba fechado un día antes del desalojo.
Llegaron a la conclusión que se había producido un fenómeno extraordinario de aquellos que ocurren, según dicen los creyentes, y que los trae el espíritu de la Navidad. Otra vez el milagro se había producido en la casa de una familia pobre, marcada por la tragedia y la desesperanza.

 Montserrat Sala











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