Una mujer duerme en su cama. La luna refleja su brillo nacarado en el hombro desnudo que sobresale de las sábanas. Una mano, lánguidamente, descansa sobre un libro abierto en la penumbra del regazo. Hay un ventanal entreabierto que da a una terraza. La respiración de la noche mece rítmica y suavemente los blancos y ligeros visillos que velan la intimidad de la estancia. Los árboles del jardín dibujan el perfil de sus ramas en las desnudas paredes. Una mesilla junta a la cama y una antigua cómoda son todo el mobiliario. Un montón de cojines de indescifrables colores se adivina en un rincón. Y un gran espejo con manchas del tiempo apoyado en la pared, como si abriera una puerta a otro aposento, muestra otra cama, otra mujer y otra luna.
La durmiente, que también es bella, se gira en su sueño. El libro resbala, y cae produciendo un golpe seco. Se despierta de súbito con un gesto de inquietud. No ve nada, no oye nada. Mira el reloj digital de su mesita de noche que emite una suave luz rojiza y marca los números 1:11. Vuelve a acomodarse en su lecho y al poco duerme de nuevo.
Una nube oscurece por un momento la escena y se oye un suave suspiro, mitad aire, mitad seda, cuando el visillo se alza hasta acariciar el hombro de la figura yacente. Ésta da un respingo. Abre los ojos y girándose ve por encima del hombro el rostro de la luna redonda e impávida que le devuelve la mirada. Observa el reloj digital donde resplandece en rojo la hora, 2:22. Se arrebuja en su cama y se tapa hasta el cuello. Le cuesta un tiempo volver a conciliar el sueño. La calma es ahora total y las cortinas cuelgan desmalladas de sus argollas.
Un ratoncillo corre bajo la protección de la cómoda. Se detiene y olisquea el aire antes de cruzar hasta debajo de la cama. Un felino enorme, que a esa hora por supuesto que es pardo, lo sigue con su fulgurante e hipnótica mirada, agazapado a la entrada de la habitación. El roedor ve al gato y huye meteórico por el ventanal. El minino da un acrobático salto y, utilizando la cama como trampolín, sale también como una exhalación en pos del ratón.
La mujer se repliega y se sienta de golpe en la cama aferrando las sábanas con las manos crispadas, buscando a su alrededor con la respiración agitada. Se gira hacia el reloj en cuyo halo lumínico puede verse 3:33. Lo mira con aprensión, se levanta en un arranque, lo coge y lo esconde en el cajón de la mesilla de un golpe. Va rápidamente hacia el ventanal y lo cierra, se agacha para espiar bajo de la cama y corre entonces a ajustar la puerta de la habitación. Se mete en el lecho encogida sobre si misma con un escalofrío y de un brusco gesto se tapa hasta la cabeza. Poco a poco las sábanas se van destensando y su respiración se oye acompasada. Todo parece indicar que está durmiendo. Pasa el tiempo.
La luna se apaga, en el ventanal y también la del espejo y por unos minutos la oscuridad resulta impenetrable, hasta que una difusa luz plomiza comienza a crear fantasmagóricos volúmenes. Se oye un estridente pitido electrónico. La bella emerge soñolienta de entre las sábanas, alarga el brazo y palpa la mesita de noche. Abre el cajón y el sonido aumenta mientras extrae el despertador. De repente se queda paralizada. Su boca se desencaja y la cara deja de ser hermosa para convertirse en la máscara del más puro horror. Al tiempo que grita su espanto, de una sacudida arroja el reloj lejos de sí y éste se quiebra en el suelo con un crujido. Pero su luz rojiza, aunque parpadeante, no se extingue y continúa marcando una hora imposible. Las 6:66.
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