Xavier Pueyo
Bueno, ¡vamos ya!
El enfermero me ayuda a pasar a la camilla de quirófanos y me pone un gorro verde.
¡Hasta pronto! Dentro de un rato se lo subo.
Miro a Paula y sonrío.
¡Hasta luego!
La camilla se pone en marcha. El techo blanco se va interrumpiendo con las luces de los fluorescentes. Circulamos por pasillos llenos de puertas, todas iguales. El rumor de la rodadura llena mis oídos.
Michel, el kinesiólogo, me lo aseguró.
Esto tiene que ver con tu madre. El intestino simboliza el alimento. El abandono de tu hija te ha rememorado el abandono de tu madre.
Mi madre no me abandonó.
No, supongo que no lo hizo. Pero he percibido que algo ocurrió, nada más nacer, que te creó ese sentimiento.
¡Qué feo es! ¡Es más feo que Pifio!
Sí, nací feo, ella lo dijo. Me lo repitió más adelante, ya un hombre.
Si fuese ahora, no te tendría.
Y yo lo creí.
La camilla se detiene ante el ascensor.
¿Tienes fiesta pasado mañana?
Sí, le cambio el turno a Félix, y tengo tres días seguidos. Me voy a buscar setas. Tres días, tío.
¡Enhorabuena! Ya me traerás algunas.
Entramos en el ascensor.
¿Cómo pudo saber Michel eso, sólo pasando las manos per encima de mí?
Siento el movimiento de bajada de la cabina de acero inoxidable.
Un tumor en el colon. Está en el ascendente y no es grande. Hay que operar.
El ascensor se detiene suavemente. Se abre la puerta.
Tranquilo, ya casi llegamos.
Otro ascensor. Otra puerta. El enfermero saca una llave del bolsillo. La introduce en la botonera de llamada.
Paula, tengo miedo.
No pasa nada. Lo superarás. Te quiero.
Yo también.
Las ruedas traquetean al pasar sobre las guías.
¿A usted le gusta buscar setas?
Conozco pocas, y no me gusta madrugar.
La cabina se detiene. Se abre la corredera. Entramos en un pasillo corto. El enfermero habla por un interfono.
Traigo el de la quinientos veinte.
¡Muy bien!
Ruido de apertura.
¡Adelante!
La manta que me cubre desaparece. Entro por una compuerta. Hace frio. Uniformes verdes.
No se preocupe, ahora le taparé.
Nos detenemos. Por el rabillo del ojo veo la mesa de operaciones.
Le vamos a pasar. ¿Preparado?
Sin casi moverme, me encuentro sobre la dura y helada superficie.
Ya está. Ahora le tapo.
¿Qué posibilidades hay de curación, doctor?
Altas. En parte, depende de usted, de sus ganas de vivir. La media es de un setenta por ciento.
Muy buenas, soy el anestesista. A continuación le pondremos la epidural. Vamos a sentarle.
Échese para adelante. Así. Notará una cosa fría en la espalda.
Doy un respingo cuando el espray me rocía.
Paula, Berta se ha ido y no volverá. Pero yo aún la quiero. Mi amor depende de mí.
Tiempo al tiempo. Su madre le ha llenado la cabeza de injurias. Ya crecerá. Y entonces, quizás se dé cuenta.
Solo un pinchazo. Dóblese un poco más y quédese quieto.
Un dolor breve, cerca de la columna.
Cuando veamos el resultado del informe del laboratorio, veremos si hay que hacer tratamiento o no. Cada cosa en su momento.
Muy bien.
Esparadrapo en la espalda.
Ya lo podéis tumbar ¿Está bien?
Frio. Tengo frio.
Frio de abandono. Frio de soledad. No sé si mi madre me amaba. Ni siquiera pude despedirme de ella, antes de su muerte.
Me cubre una manta.
¿Ya tenemos aquí el colon?
Sí, doctor.
Bueno, empecemos. ¿Cómo estamos?
Aquí me tiene. A ver si me arregla.
Eso, seguro.
Una mascarilla me cubre la nariz y la boca.
Respire normal. ¿Cómo se encuentra?
Bien, me encuen…
No. No quería tenerte. No te busqué, viniste. Si hubiese sido ahora, habría sabido cómo evitarlo. Pero entonces no supe. Apenas el método de Ogino, que entre las amigas comentábamos entre cuchicheos. Y ya está. Y nunca descubrí como hubiera podido ser una vida sin ti, porque un hijo lo cambia todo. Absolutamente todo.
Conocí a tu padre en una sala de fiestas. Me gustaba bailar. Él me guiñó un ojo desde una mesa cercana. Estaba con otros jóvenes que yo conocía; por eso le dije que sí. Era simpático. Y tenía un nombre de novela: Gerardo. Yo pasaba entonces por un mal momento, porque hacía poco que había roto un noviazgo de tres años. Si vas al fútbol, no me vuelvas a ver. Y fue. Y no le quise volver a ver. Me dolió mucho. Pero no quería que nada pasase por delante de mí, ni el fútbol. Nadie lo entendió. Él era el mejor partido de Bilbao. Lo pasé mal. Tu padre llegó en el momento justo. Y nos hicimos novios. Y eso que yo tenía más pretendientes. Aunque, con el asunto del noviazgo frustrado, todos me miraban de una manera diferente. Él era forastero, de un pueblo de León. No me trataba de manera extraña, como los otros. Me pareció un hombre amable y atento. Trabajaba en las obras del puerto de Bilbao, como topógrafo. Era muy galante. Y, me di cuenta más adelante, honrado y trabajador. Estuvimos festejando un año, hasta que la empresa le trasladó a Barcelona.
Seguimos por carta, pero sentí que él no tenía prisa, que la situación ya le estaba bien. De hecho, él ejercía de cabeza de la familia que componía con sus padres y sus tres hermanos, de los que sólo uno trabajaba. Temí estar perdiendo el tiempo. Yo ya tenía veintisiete años, y no tenía edad para otra ruptura. Así que le escribí. Me la jugué. O fijamos la fecha para la boda, o lo dejamos. Así no podemos seguir. Y fijamos la fecha de la boda, para tres meses después.
Cuando nos casamos, me vine con él. Me había imaginado una ciudad animada, llena de bailes, teatros. Tenía fama por el Paralelo, las Ramblas. Una ciudad cosmopolita. Pensaba visitarlo todo, ir a todas partes. Pero no era para tanto. En verano, la humedad no te dejaba pegar un ojo por las noches. De día, la canícula se hacía insoportable. La ciudad era sucia y agitada. Una inmensidad gris donde todo me era desconocido, hasta el idioma.
Él trabajaba muchas horas, y yo estaba en el piso de su familia, con mis suegros y mis dos cuñados más pequeños, que estudiaban secretariado. Sometida a su animadversión manifiesta. Yo era la chiquita vasca que había seducido al puntal de la casa, y no me lo perdonaban. Al poco de llegar me di cuenta que estaba embarazada. Las comidas con cordero grasiento, pucheros de alubias con tocino o caracoles con pisto me revolvían el estómago con sólo olerlos. Y la madre de mi marido me llamaba remilgada y señoritinga, entre mofas.
Él me decía que no sería para tanto, que su madre no me quería mal, que eran imaginaciones mías. Y, cuando yo le insistía que no, que todo era la pura verdad, me besaba y me prometía que ya estaba buscando un sitio donde mudarnos, que había dado voces por si algún compañero se enteraba de alguna promoción o de algún piso que estuviese bien, y que pronto nos iríamos.
Los días pasaban, interminables. El embarazo transcurría atroz, insoportable. Siempre esa náusea en el estómago, esa fatiga permanente. Y, lo peor de todo, su familia. Más de una vez estuve a punto de volver a Bilbao, pero no podía hacerle eso a Gerardo. Busqué la manera de estar lo menos posible en aquella casa, aprovechando que el incipiente y benigno otoño barcelonés permitía estar tiempo en la calle. Salía con cualquier excusa, a pasear, a respirar aire fresco, a ver gente. A intentar pasar lo mejor posible mi desdicha, para no acabar maldiciendo la hora en que me casé con tu padre, para no acabar maldiciéndote a ti.
Y un día me encontré con una amiga de la infancia en la Rambla de Cataluña. Hacía unos años que vivía en esta ciudad. Se había casado con un abogado que iba para notario, ya lo verás, porque mi Antonio es muy listo y tiene buenos contactos. Pues nosotros necesitamos encontrar un piso, vivimos con mis suegros y eso no puede ser, que ya sabes que el casado, casa quiere. Pero parece que está muy difícil, sin conocer a nadie, sin ninguna influencia… No te preocupes, se lo diré a Antonio, y ya verás como en seguida lo arreglaremos.
Ya está. Ya se puede cerrar. Sutura. ¿Están bien las constantes?
Todo bien, doctor. Está estable.
Venga, ya es nuestro.
Y me continué viendo con María África. Un buen día me dijo ya os he encontrado un piso. Los están construyendo en Las Corts. Están un poco aislados, pero la zona es estupenda, con mucho futuro. Fuimos juntas a reservarlo. De entrada, el hombre gordo del bigotillo que estaba al cargo de la promoción nos dijo que ya no quedaban. Después de que un duro pasara de mi monedero a su bolsillo, dijo que quizás sí, que ahora me acuerdo que había uno reservado que se habían echado para atrás. Vamos a mi despacho, señoras. Vean, es un tercero con ascensor, pero este bloque no lo acabamos hasta dentro de un año. La tarjeta de visita de Antonio Aguirre le cambió la perspectiva. Dentro de tres meses acabamos el primer bloque. Ya le procuraremos un piso en él, provisional, eso sí, hasta que acaben el suyo. Y yo no me lo podía creer. Reía y lloraba a la vez y, cuando llegué a aquella casa donde apenas malvivía, casi no podía disimular, porque no quería que la bruja de mi suegra se diese cuenta de mi alegría. Me encontraba mejor, renovada. Aquel día, hasta el potaje de garbanzos me sentó bien.
En la cama, aquella noche, se lo conté a Gerardo. Percibí una leve sombra en su mirada, y qué alquiler piden. Y yo me había olvidado de preguntarlo. Y él percibió en mis ojos la muda súplica no digas que no, por favor. No te preocupes, nos mudaremos, trabajaré más si es preciso. Y me tocaba la barriga, que empezaba a notarse, en cuyo interior estabas tú.
El tiempo hasta la mudanza se hizo interminable. Contaba los días que faltaban, iba en el trolebús a ver si ya estaban acabados, si faltaba mucho. Procuré no reaccionar a la hostilidad de aquella gente que, enterada del futuro traslado, la hizo más encarnizada. Pensaba en como viviríamos juntos en nuestro reducto, sin injerencias, solos.
A los seis meses de embarazo nos trasladamos a aquel piso. Era provisional, pero era nuestro, sólo nuestro. Aún no tenía la instalación de gas acabada y había que cocinar con un hornillo eléctrico. Cuando funcionaba teníamos que apagar el radiador de resistencias que llevábamos de un sitio a otro, porque no había suficiente potencia para todo. Las sillas eran cajas, una puerta vieja con dos caballetes la mesa. No había dinero para muebles, había que ahorrar para ti. La cama no, la cama era de verdad, era nuestro nido de amor. Las mesillas, otras cajas de cartón, que conseguimos en el estanquero. Y un listón de madera colgado las paredes, un armario siempre abierto. Era poca cosa, pero era sólo nuestro.
Sin embargo, pese a las visitas de mi amiga María África, yo me sentía muy sola, sin conocer a nadie en aquel barrio desangelado. Aquella ilusión inicial se fue desvaneciendo, y quedó el frío y la soledad. Tenía frio, porque el radiador no calentaba lo bastante. La barriga pesaba, pese a no ser muy prominente. Yo estaba cada vez más torpe, más pesada. Tu padre se esforzaba por complacerme. Procuraba no hacer horas extraordinarias para poder estar el mayor tiempo posible conmigo; pero, de todas maneras, llegaba siempre más tarde de lo que yo hubiese deseado. En la parte antigua de Las Corts, la dificultad del idioma aún se hizo más notable. Todos me hablaban en catalán, y ponían cara de no entender cuando les hablaba en español. Yo no les entendía, y ellos no me lo pusieron fácil. Llegué a odiar esa lengua, que me parecía una jerigonza parecida a los ladridos de los perros, au, au, au. Me negué a quererles entender. Estábamos en España, que hablasen en español. Gerardo era más conciliador, y se esforzó en entenderlo y hasta hablarlo, con el tiempo. Intentó, sin éxito, reconciliarme con ese idioma que después tú adoptaste como propio, para ti y tú familia, y eso nunca lo llegué a aceptar. Perdóname, porque sé que lo hice mal.
Buenas tardes. Hemos acabado y está en reanimación. Lo subirán dentro de un rato. Todo ha ido perfectamente; el tumor era localizado y lo hemos extirpado por completo. No tendrá que llevar bolsa…
Cuando faltaba un mes para que nacieras, decidí ir a parir a Bilbao, a casa de mis padres. Tu padre entendió que necesitaba un soporte que él no me podía dar. Que yo ya no podía más. Compramos el billete de avión, porque no era cosa de recorrer aquella distancia en un interminable viaje en tren. Cuando estaba a punto de embarcar, las azafatas se negaron a dejarme subir al aparato, alegando mi avanzado estado de gestación. Necesitaba subirme a ese avión, así que mentí. Dije que estoy sólo de seis meses, y mi médico no ha puesto ningún impedimento para este viaje. No, no tengo ningún certificado, porque ni a él ni a mí nos pareció necesario. Después de batallar durante unos minutos, cedieron a mi empeño, y pude tomar el vuelo. El Dc3 de Aviaco se bamboleaba sobre el valle del Ebro como una barca en una tormenta. Aterrizamos en Sondika en medio de una llovizna fina, el chirimiri, que sentí que me daba la bienvenida a casa.
Cuando llegó el momento del parto, el dolor me hizo maldecirte por dentro, porque venías sin yo quererlo. Al verte, lo primero que me llamó la atención fue tu piel enrojecida y el rostro desencajado por el llanto. Exclamé ¡qué feo es! ¡es más feo que Pifio! Y la comadrona, todos los recién nacidos lo son, sucios, congestionados, pero luego son lo más hermoso, ya lo verás. Y, pese a todo, mi siguiente sentimiento fue de amor hacia ti. Aún cuando deseara no haberte tenido, te amé.
Siempre quise aquello que no tuve. Siempre me fijé en aquello que me faltaba. Sin reparar en que eso me hacía perder muchas cosas buenas y muchas ocasiones de ser feliz. No hagas lo mismo. Ama a los que tienes cerca, porque eso es lo real. Y no te hieras, creyendo en lo más profundo que yo no te quise, porque no es cierto. Te he amado siempre, pese a aquel embarazo, pese a nuestros desencuentros, pese a los disgustos que pasé contigo. Me alegré con tus éxitos, me apené con tus penas.
Vive.
Vive con este amor.
Estoy recuperando la consciencia. Me siento sumamente débil. Alguien me toma la mano.
Hola, te quiero.
Sonrío.
Yo también.
Descansa.
Cierro los ojos. Siento que una lágrima furtiva se desliza por mi sien.
Paula, mi madre me amó.
Sí, claro. Descansa.
Mi madre me amó.
Y esta certeza lo cambia todo.