Ya no hay rayas


Xavier Pueyo

Aparece delante de mí.
Me asusta.
- ¡Hola! ¿Qué tal?
-  Aquí…
- ¿Vas a algún sitio?
- Al loquero
- ¿Al psiquiatra, quieres decir?
- Sí, eso.
Y me mira a los ojos. Todos buscan ávidamente en mi mirada  para descubrir ese rastro de locura, esa señal de extravío. Porque en el fondo de todas las pupilas hay siempre un punto de demencia, que controlamos férreamente, hasta que, un día, sin saber cómo, se nos escapa.
- Y… ¿cómo estás?
- Bien, supongo. No sé…
Pausa.
- Bueno, adiós. A recuperarse. Encantado de verte.
Mentira. Si lo sabes, no me hablas. Pasas de largo, girando la cabeza hacia la calzada, como buscando un taxi o el autobús, por si hay que echar una carrera hasta la parada. O toqueteando con avidez el teléfono móvil, insinuando que lo que aparece en la pantalla es la realidad misma y la calle, un sueño. Pero no lo sabías. Y has percibido tu propia chifladura en la mía, como un reflejo.
- Adiós.
Y huyes, no sea que eso que has visto se despierte y se apodere de ti. Ya puedes correr pero no por eso escaparás, como no he escapado yo.
Sigo caminando, con la vista fija en el pavimento gris. Gris de diversos tonos, de diferentes texturas. Vigilando las cagadas de perro o los escupitajos de los chinos y de los que no lo son. Y las rayas, los cientos de rayas y ranuras del pavimento que no puedo esquivar, porque están demasiado juntas para mis pies. Me angustia pisarlas. Siento que, sólo por ello, sucederá algo funesto.
Llego al portal.
Abro la puerta y luego la del ascensor. Una cabina de madera, con un pequeño banco y un espejo, que me devuelve una figura macilenta, desaseada, extraña para mí.
Pulso el botón del primer piso.
Arranca con brusquedad, con una sacudida y un chasquido. Al poco, se detiene de la misma forma.
Me bajo.
Segunda puerta.
Entro.
Le doy la tarjeta de la mutua a la secretaria. Me dice:
- Espere en la salita.
Espere, espere, espere. No me gusta la palabra espera. No me gusta esperar. Empiezo a darle vueltas a la cabeza, a qué me preguntará el loquero, a qué le responderé para escabullirme.
Cuidado. Respira hondo. No te dispares. Coge una revista.
Temblor. Las hojas tiemblan entre mis dedos.
Mejor la dejo.
Fijo la vista en el cuadro colgado de la pared de enfrente, para no ver a los demás ocupantes de la sala. No quiero verles. No quiero que me vean.
Una fotografía nocturna de Nueva York. Aún están las torres gemelas, aquellas que unos aviones convirtieron en polvo y chatarra y sangre, aquellas que han caído miles de veces por la televisión, y seguirán cayendo, entre nubes de ceniza.
- Ya puedes pasar.
Doy un salto. No le he oído llegar.
Me deslizo tras él, por el pasillo blanquecino.
Me deja entrar primero.
Me siento.
Hasta aquí, todo bien.
Él se sitúa en su sitio, al otro lado de la mesa.
- ¿Cómo estás?
- Bien… No sé… Supongo que bien.
- ¿Supones?
- Sí… Creo que sí.
- ¿Estás tomando la medicación que te receté?
- Sí, claro. No me olvido.
Miento. Mentir siempre.
- ¿Duermes toda la noche seguida?
- De un tirón. Hasta demasiado.
- ¿Alguna novedad desde la última vez?
- Pues… he empezado a hacer ejercicio.
- ¡Ah, muy bien! ¿Qué clase de ejercicio?
- Camino un rato cada día
Tres mil pasos contados. Uno detrás de otro. Como una letanía. Uno, dos, tres, cuatro, cien, ciento uno, mil, dos mil, dos mil novecientos noventa y ocho, dos mil novecientos noventa y nueve, tres mil. Y me paro. Los tengo que contar. Si los cuento, siento que los doy. Talón, planta, talón, planta. Sin pisar las líneas del pavimento. Esto me lo callo.
- ¿Y sigues sin pisar las rayas del suelo?
¿Cómo lo ha adivinado? Este tío me lee el pensamiento.
Me encojo. Intento esconderme en un rincón pequeño de mi mente, donde no me pueda encontrar. Huir.
- Bueno… me fijo menos. Lo importante es el ejercicio.
- Bien, Bien. Sigue con ello. Te receto la misma medicación.
Sí, la misma que no me tomo, porque me deja atontado, me para el cerebro, me esquilma las ideas. La que me deja las neuronas secas como un desierto. Ese veneno, si me descuido, me deshace y me convierte en un fantasma de mí mismo, un zombi sin criterio. Prefiero dormir poco, estar vigilante, en guardia, aunque sea agotador.
Se levanta.
Esbozo una sonrisa.
Se ha acabado por hoy.
- Hasta dentro de un mes. ¡Fina, dale hora, por favor!
- Sí, doctor. A ver… el miércoles veinticinco a las seis y media. ¿Le va bien?
- Sí, creo que sí.
- Se lo apunto.
- Gracias.
- Una firmita en el ticket de la mutua, por favor
- Sí, claro.
¡Y una mierda! Un garabato. Si les hago la firma, les faltará tiempo para ir a mi banco y esquilmarme el dinero. Suerte que les tengo calados.
Salgo.
Bajo por la escalera. Ahora un escalón, ahora otro.
¡Dios!
Tropiezo y caigo y me golpeo y ruedo. Un aullido surge en mi garganta y otro golpe y ya nada. Todo negro.
La gente se arremolina en el rellano, en torno al cuerpo que está tumbado sobre el mármol. Mientras, una mancha rojiza se va extendiendo por debajo de esa cabeza, que ya no es la mía.
Una sombra negra me toma y me eleva, más y más arriba.
Y ya no hay rayas bajo mis pies.


1 comentario:

  1. Aqeusta sí que la coneixía d'història, pero ma fet molt plaer e tornar-la a llegir. Increïble, amb tots el punts lligats i ben lligats. Et felicito, ben cordialment.

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