Xavier Pueyo
La luz del atardecer teñía de añiles, violetas, rojos y dorados los brillos ondulantes del mar, oscuro y profundo. Las fachadas de Calella enrojecían en una sinfonía de tonos rosados imposible, en tanto se oscurecían los acantilados rocosos y las colinas cubiertas de pinos. Paladeaba el silencio, sentado en aquel banco junto a mi tío Emilio, extasiado ante el espectáculo que libremente se me ofrecía, como tantas tardes, en aquella hora fronteriza. Mi tío me sacó de la ensoñación con sus palabras:
“He pasado tiempos muy felices aquí. Fue un amor a primera vista. Los paseos, el buceo a pulmón libre, el tenis, la vela… Siempre he tenido algo que hacer, algo que disfrutar. Recuerdo especialmente cuando empecé a hacer windsurf, a mis sesenta años. Ya había hecho vela y, cuando vi a aquellos alemanes en el Port Pelegrí que daban clases de vela sobre las tablas, decidí probarlo. ¡Cuánto me costó mantenerme sobre la plancha! ¡Y, aún más, enderezar el mástil y la vela hasta conseguir atrapar la botavara sin caer al agua! Pero me había propuesto hacerlo, y lo conseguí. Todos los esfuerzos tuvieron un premio mejor que el que había imaginado. Navegar sobre la tabla, deslizándome sobre el agua, era una sensación de libertad como nunca la había sentido ni la he sentido después. Sujetando la botavara, ceñido al viento, con los pies firmes sobre la fibra y la vista fija en un punto del horizonte, tenía la sensación de volar. El silencio solo se quebraba por el leve golpeteo del agua contra la plancha, el suave silbido del viento en la vela y el graznido de alguna gaviota. El mundo pasaba bajo mis pies mientras sentía la caricia del aire a mi alrededor. Era un estado de dicha extrema, de felicidad embriagadora. Nunca más la he vuelto a sentir.”
Y se calló, con un brillo acuoso en los ojos. Y yo no dije nada, porque nada podía replicar ante aquella manifestación surgida de las profundidades del recuerdo, avivado por la puesta de sol.
Años más tarde, cuando Emilio murió, me propuse enviarle luz durante los cuarenta y nueve días que dicen que dura el tránsito. Y durante aquel periodo siempre visualicé a mi tío en una silla de enea de espaldas al mar del Port Pelegrí. Hasta que el último día, el que hacia cuarenta y nueve, se me representó, luminoso, sobre una tabla de windsurf con la vela blanca, alzando una mano en un gesto de despedida mientras sujetaba firmemente la botavara con la otra, ceñido al viento, rumbo al horizonte brillante donde se encuentra la morada los dioses, a la que estoy seguro que llegó.
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